Texto Liliana Lukin
Imagen Gustavo Schwartz
Todo
cuanto viví, toqué, sentí, todo lo que dió felicidad o detestaron mis ojos,
todo aspiro a dejarlo impreso en la nieve.
Se
trata de poner en el mundo algo que en el mundo no estaba, algo que, de no
haberlo pensado, de no haber convertido ese pensamiento en un acto, no
existiría aún. Se trata de las cosas del mundo después de que fuera visto por
mí: así, mi mirada y mi trazo harán nacer, brotar, el mundo, como en la
primavera las ramas del cerezo.
Se
cuenta que un día, un Ministro entregó a la Emperatriz una pila de cuadernos,
ante lo cual la Emperatriz me preguntó qué se podría escribir en ellos. Se dice
que yo contesté que si fueran míos los usaría como almohada.
Pero,
en verdad, ¿Qué puede hacer una mujer como yo,
privilegiada como he sido en mi ser, que he leído toda la poesía, qué
puede hacer con sus largas horas muertas, sino escribir?
Así
habla Sei Shonagon, caída en desgracia, recluída en amable soledad y no sin
cierto bien estar: ella ama a la Emperatriz, pero su ingenio y su brillo
habitual, la admiración con que la trataban en la corte, le hicieron confiar
demasiado en sí misma, y cometió un error.
Simplemente,
algo que disgustó, que no fue lo esperado, algo que no pudo recordar, y por un
tiempo, se le dijo, le sería retirada la gracia de dormir a veces en palacio,
de permanecer a su servicio, de ser la preferida.
Es
el año mil de nuestra era, Japón inicia su período Heian: gran riqueza y
despliegue estético, filosófico, religioso. Sei, la hija del poeta, es
asistente de la Emperatriz.
Está
sola esta noche, sobre la estera decorada de su habitación individual, rodeada
de la lejana respiración de otras cortesanas, del suave sonido de la noche y
del murmullo que intercambian con sus amantes.
Ella
escribe que es encantador ese murmullo que revela una vida continua, como el
aire en su pasar revela el blanco escondido de las hojas de arrurruz.
Esta
noche está sola, ha asistido como cada día a la Emperatriz,
la
ha ayudado a vestir sus doce vestidos superpuestos, ha admirado una vez más lo
singular de una hermosura que se desprende de la totalidad, ha aprendido artes
invisibles de quien está hecha, en cada gesto, para reinar,
ha
participado de esos momentos especiales donde se luce con sus poemas, su
rapidez y elegancia para el retruécano y en la improvisación inteligente
de respuestas en verso, entretenimiento
tradicional, ha sido festejada también por las otras cortesanas, y ha sido
deseada por algunos de los caballeros con los que las damas comparten el aura
del reino. Ceremonias de la seducción, círculos concéntricos en el espejo del
poder.
Pero
hoy está sola, no tiene un enamorado en cercanía. En medio de tanto esplendor,
ella se mira con devoción en la belleza de su Señora, que irisa en sí los
fastos de un discurrir hecho de rituales
y ornato. Está atenta, fascinada, sujeta de su lugar en ese juego preciso y
precioso. Sea lo que sea donde posa la vista, las cosas le provocan una idea: y
eso elije atesorar.
Para
eso toma la tarea en sus manos, las manos sobre el blanco como un ave sobre la
felpa suntuosa de la nieve: enumera, simplemente, lo que prefiere, lo que
desprecia, lo que odia y adora, registra y describe
costumbres,
escenas, diálogos, y escribe listas: cosas bellas, cosas que no pueden
compararse, inapropiadas, encantadoras, presuntuosas, dignas de verse,
sorprendentes y perturbadoras, espléndidas, que emocionan, que suscitan una
memoria profunda del pasado, que no se pueden soportar, que deberían ser más
grandes, más pequeñas, que son desagradables de ver, raras, inadecuadas,escribe
listas sin más orden y concierto que el del deseo de transformarlas en
escritura: impresiones que permiten hacer el mapa de un reino.
Podríamos
preguntarnos ¿qué ama más, el mundo o su casi cínica manera de entenderlo? ¿qué
ama más, el mundo o su percepción del mundo, que ella misma juzga aguda, certera, sabia, según
cuenta ella misma que opinan los que la envidian?. ¿Qué ama más, las personas o
su visión del cuadro que componen en el mundo?
¿Qué
ama Sei Shonagon más que a la Emperatriz? Y sin embargo, cae en desgracia. Tanto
es, ella cuenta, el amor de la Emperatriz por ella, su retenerla cerca para
hacerla hablar, pensar, la risa que le despiertan sus palabras, que no le
perdona esa frase, apenas una frase, y ella no sabe cuál.
En
esta nueva soledad me miro de otro modo: veo lo que fui, veo el bordado de los
días que viví: verdes, rosados, el amanecer, el cielo de la tarde en los
jardines, el dorado y el ardor que cubrían los encuentros, la superficie y el
fondo. Ya no adivino. Veo la caída de la noche: el despertar azul tras las
persianas, pájaros en el ciruelo, un haz de juncos en la luz de la luna.
Lo
mismo que en palacio, pero ahora extranjera, puro mi sentimiento ante cada
acontecer pasado que viene a mí, trato de no dejar de lado ningún recuerdo.
Me
gozo en decidir los adjetivos, califico y clasifico como un niño que junta
caracolas al borde del agua, las ordena en hileras, en círculos, en pares por
su color, sus bordes, su tamaño, pero ve cómo el agua desordena, mezcla, mueve
la arena, trae espumas: se lo que el niño no sabe todavía, y aún así, aún así.
Rojo
ciruelo, rojo borravino, la trama del damasco trabajado, instrumentos de plata
sobre un mantel, paños de claridad para presentar la claridad.
Veo,
en estos días, en este lugar, no lo que hice, quise, dije, sino el escenario
donde lloré y reí, la obra que representé, el personaje cuya pasión alcanzo a
figurar en mis escritos.
Abanicos
sobre el rostro, muñecas de papel: los frutos pintados de mi transcurrir.
Púrpuras
los interiores, índigo, lo que fui. Ahora mi espejo es entrañable, soy yo,
solamente yo en él.
Lo que
antes con mis pasos volvía paisaje, lo que mis desplazamientos de bailarina
transformaban en estar, lo que mi hablar obedecía en el ejercicio insolente de
desobedecer, lo que era hacer y hacer, todo ahora es como la cita con un
desconocido cuyo carruaje estaciona ante mi puerta: debo prepararme, escuchar,
no olvidar.
De
tanto estar en mí, atendida en necesidades y placeres domésticos sencillos: la
mesa de comer, la de escribir, los utensilios, la cama donde duermo en
abstinencia, me sobreviene como un aburrimiento triste, no una tristeza
solamente, un estar laxo, indiferente en apariencia, me inunda como la nieve
del invierno la conciencia de mi apartamiento.
¿Qué
puede hacer una mujer como yo,
privilegiada como he sido en mi ser, ahora castigada por lo que amo, una
mujer como yo, que ha leído toda la poesía, qué puede hacer con sus largas horas
muertas, sino escribir?
Y
eso hice, intensamente más desde que estoy aquí, he llenado hojas y hojas con
mi letra, he escrito cada idea que he tenido, lo he narrado todo, cada conversación,
cada escena curiosa vivida o escuchada, mis gustos y disgustos, he descrito el
movimiento de ballet de los grandiosos festejos, las rivalidades, las triviales
relaciones amorosas, las hermosas situaciones de cortejo,
que
de continuo eran el motivo teatral de nuestra diversión, y las rutinas
perfectas que materializaban el ritmo de la vida, como una sinfonía de
semitonos que la luna regía y las estaciones hacían envejecer.
Y
he manteniendo el secreto de esta escritura.
Ella
ha vuelto a Palacio: ha sido recibida como un niño al nacer:
alborozo
y llantos, comentarios tras las puertas, murmurados, alegría y ese deslizarse
del acontecimiento que devuelve su jerarquía de musgo y líquen al deseo: suave,
todo lo cubre, húmedo protege su propia destrucción, bajo la superficie crea las larvas del
futuro.
En éxtasis
ante la magnificencia otra vez, ante el rostro de lo amado en su Señora, Sei
teme la pérdida del reino porque ha perdido. Pero la Emperatriz ejerce su poder
con elegancia y con generosidad, porque no olvida lo que su dama merece: ella, la
preferida, es la mejor en poesía, en ingenio, en curiosidad, virtudes
necesarias en una Corte que se precie. Y le devuelve sus favores.
Ella
disimula la huella de su estar volviendo, finge no haberse ido nunca, como una
canción infantil que permanece en la memoria, y saborea cada detalle del
regreso en el lujo real de lo soñado.
Ella
aún no puede dejar su ensoñación: niños envueltos rodando por la nieve son sus
sueños, protegidos por varias capas de colores.
Como
las de los amantes, que siempre se retiran antes del amanecer, y en cuyas espaldas
la humedad del rocío aumenta el peso de las ropas ligeras. Cuánto le gustan
esas ropas mojadas, frías, en un amante recién llegado, escribe.
Ellos
se van, apresurados por llegar a sus aposentos y escribir y enviar la carta
ritual, siempre adornada, que las amantes esperan, aún despiertas, para responder en el momento:
la
voluptuosidad desliza por el papel fragante los restos de una escena.
Eso
escribí: el filoso encanto del momento, su fugacidad: la importancia de los
objetos en el espacio, la densidad de su materia: maderas, metales, tierras
cocidas en el lujo de los esmaltes, las diversas rugosidades del papel, lo liso
de la piel, la oposición del bambú y los cristales, el magnífico universo de
las sedas, los instrumentos musicales, los teñidos, estampados, tintas, cuenco
para las tintas, los pinceles: el contraste de las formas, la maravilla de lo
que se curva y las líneas del arco y de la flecha, todo aquello que se ofrece
tras la cortina, desde la sombra protegida, el hambre saciada, la función
cumplida.
Eso
escribí en los cuadernos que guardo en mi almohada.
Ella
elige apoyar su cabeza de larga cabellera, desplegable como ondas sucesivas de
negra lava, su cabeza de junco y capulí, en una alfombra de palabras.
Dice:
“Hay dos cosas en la vida en las que confiar: los placeres de la carne y los de
la literatura”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario