domingo, 24 de noviembre de 2013

Kamishibai: El libro de la almohada



Texto Liliana Lukin
Imagen Gustavo Schwartz


Todo cuanto viví, toqué, sentí, todo lo que dió felicidad o detestaron mis ojos, todo aspiro a dejarlo impreso en la nieve.
Se trata de poner en el mundo algo que en el mundo no estaba, algo que, de no haberlo pensado, de no haber convertido ese pensamiento en un acto, no existiría aún. Se trata de las cosas del mundo después de que fuera visto por mí: así, mi mirada y mi trazo harán nacer, brotar, el mundo, como en la primavera las ramas del cerezo.

Se cuenta que un día, un Ministro entregó a la Emperatriz una pila de cuadernos, ante lo cual la Emperatriz me preguntó qué se podría escribir en ellos. Se dice que yo contesté que si fueran míos los usaría como almohada. 



Pero, en verdad, ¿Qué puede hacer una mujer como yo,  privilegiada como he sido en mi ser, que he leído toda la poesía, qué puede hacer con sus largas horas muertas, sino escribir? 



Así habla Sei Shonagon, caída en desgracia, recluída en amable soledad y no sin cierto bien estar: ella ama a la Emperatriz, pero su ingenio y su brillo habitual, la admiración con que la trataban en la corte, le hicieron confiar demasiado en sí misma, y cometió un error.



Simplemente, algo que disgustó, que no fue lo esperado, algo que no pudo recordar, y por un tiempo, se le dijo, le sería retirada la gracia de dormir a veces en palacio, de permanecer a su servicio, de ser la preferida.

Es el año mil de nuestra era, Japón inicia su período Heian: gran riqueza y despliegue estético, filosófico, religioso. Sei, la hija del poeta, es asistente de la Emperatriz. 



Está sola esta noche, sobre la estera decorada de su habitación individual, rodeada de la lejana respiración de otras cortesanas, del suave sonido de la noche y del murmullo que intercambian con sus amantes.
Ella escribe que es encantador ese murmullo que revela una vida continua, como el aire en su pasar revela el blanco escondido de las hojas de arrurruz. 



Esta noche está sola, ha asistido como cada día a la Emperatriz,
la ha ayudado a vestir sus doce vestidos superpuestos, ha admirado una vez más lo singular de una hermosura que se desprende de la totalidad, ha aprendido artes invisibles de quien está hecha, en cada gesto, para reinar,  



ha participado de esos momentos especiales donde se luce con sus poemas, su rapidez y elegancia para el retruécano y en la improvisación inteligente de  respuestas en verso, entretenimiento tradicional, ha sido festejada también por las otras cortesanas, y ha sido deseada por algunos de los caballeros con los que las damas comparten el aura del reino. Ceremonias de la seducción, círculos concéntricos en el espejo del poder.



Pero hoy está sola, no tiene un enamorado en cercanía. En medio de tanto esplendor, ella se mira con devoción en la belleza de su Señora, que irisa en sí los fastos de un discurrir  hecho de rituales y ornato. Está atenta, fascinada, sujeta de su lugar en ese juego preciso y precioso. Sea lo que sea donde posa la vista, las cosas le provocan una idea: y eso elije atesorar. 



Para eso toma la tarea en sus manos, las manos sobre el blanco como un ave sobre la felpa suntuosa de la nieve: enumera, simplemente, lo que prefiere, lo que desprecia, lo que odia y adora, registra y describe



costumbres, escenas, diálogos, y escribe listas: cosas bellas, cosas que no pueden compararse, inapropiadas, encantadoras, presuntuosas, dignas de verse, sorprendentes y perturbadoras, espléndidas, que emocionan, que suscitan una memoria profunda del pasado, que no se pueden soportar, que deberían ser más grandes, más pequeñas, que son desagradables de ver, raras, inadecuadas,escribe listas sin más orden y concierto que el del deseo de transformarlas en escritura: impresiones que permiten hacer el mapa de un reino.




Podríamos preguntarnos ¿qué ama más, el mundo o su casi cínica manera de entenderlo? ¿qué ama más, el mundo o su percepción del mundo, que  ella misma juzga aguda, certera, sabia, según cuenta ella misma que opinan los que la envidian?. ¿Qué ama más, las personas o su visión del cuadro que componen en el mundo?

¿Qué ama Sei Shonagon más que a la Emperatriz? Y sin embargo, cae en desgracia. Tanto es, ella cuenta, el amor de la Emperatriz por ella, su retenerla cerca para hacerla hablar, pensar, la risa que le despiertan sus palabras, que no le perdona esa frase, apenas una frase, y ella no sabe cuál.



En esta nueva soledad me miro de otro modo: veo lo que fui, veo el bordado de los días que viví: verdes, rosados, el amanecer, el cielo de la tarde en los jardines, el dorado y el ardor que cubrían los encuentros, la superficie y el fondo. Ya no adivino. Veo la caída de la noche: el despertar azul tras las persianas, pájaros en el ciruelo, un haz de juncos en la luz de la luna.

Lo mismo que en palacio, pero ahora extranjera, puro mi sentimiento ante cada acontecer pasado que viene a mí, trato de no dejar de lado ningún recuerdo.



Me gozo en decidir los adjetivos, califico y clasifico como un niño que junta caracolas al borde del agua, las ordena en hileras, en círculos, en pares por su color, sus bordes, su tamaño, pero ve cómo el agua desordena, mezcla, mueve la arena, trae espumas: se lo que el niño no sabe todavía, y aún así, aún así.



Rojo ciruelo, rojo borravino, la trama del damasco trabajado, instrumentos de plata sobre un mantel, paños de claridad para presentar la claridad.

Veo, en estos días, en este lugar, no lo que hice, quise, dije, sino el escenario donde lloré y reí, la obra que representé, el personaje cuya pasión alcanzo a figurar en mis escritos. 



Abanicos sobre el rostro, muñecas de papel: los frutos pintados de mi transcurrir.

Púrpuras los interiores, índigo, lo que fui. Ahora mi espejo es entrañable, soy yo, solamente yo en él.

Lo que antes con mis pasos volvía paisaje, lo que mis desplazamientos de bailarina transformaban en estar, lo que mi hablar obedecía en el ejercicio insolente de desobedecer, lo que era hacer y hacer, todo ahora es como la cita con un desconocido cuyo carruaje estaciona ante mi puerta: debo prepararme, escuchar, no olvidar.  



De tanto estar en mí, atendida en necesidades y placeres domésticos sencillos: la mesa de comer, la de escribir, los utensilios, la cama donde duermo en abstinencia, me sobreviene como un aburrimiento triste, no una tristeza solamente, un estar laxo, indiferente en apariencia, me inunda como la nieve del invierno la conciencia de mi apartamiento. 


¿Qué puede hacer una mujer como yo,  privilegiada como he sido en mi ser, ahora castigada por lo que amo, una mujer como yo, que ha leído toda la poesía, qué puede hacer con sus largas horas muertas, sino escribir?



Y eso hice, intensamente más desde que estoy aquí, he llenado hojas y hojas con mi letra, he escrito cada idea que he tenido, lo he narrado todo, cada conversación, cada escena curiosa vivida o escuchada, mis gustos y disgustos, he descrito el movimiento de ballet de los grandiosos festejos, las rivalidades, las triviales relaciones amorosas, las hermosas situaciones de cortejo, 



que de continuo eran el motivo teatral de nuestra diversión, y las rutinas perfectas que materializaban el ritmo de la vida, como una sinfonía de semitonos que la luna regía y las estaciones hacían envejecer.
Y he manteniendo el secreto de esta escritura. 



Ella ha vuelto a Palacio: ha sido recibida como un niño al nacer:
alborozo y llantos, comentarios tras las puertas, murmurados, alegría y ese deslizarse del acontecimiento que devuelve su jerarquía de musgo y líquen al deseo: suave, todo lo cubre, húmedo protege su propia destrucción,  bajo la superficie crea las larvas del futuro.



En éxtasis ante la magnificencia otra vez, ante el rostro de lo amado en su Señora, Sei teme la pérdida del reino porque ha perdido. Pero la Emperatriz ejerce su poder con elegancia y con generosidad, porque no olvida lo que su dama merece: ella, la preferida, es la mejor en poesía, en ingenio, en curiosidad, virtudes necesarias en una Corte que se precie. Y le devuelve sus favores.



Ella disimula la huella de su estar volviendo, finge no haberse ido nunca, como una canción infantil que permanece en la memoria, y saborea cada detalle del regreso en el lujo real de lo soñado.
Ella aún no puede dejar su ensoñación: niños envueltos rodando por la nieve son sus sueños, protegidos por varias capas de colores.




Como las de los amantes, que siempre se retiran antes del amanecer, y en cuyas espaldas la humedad del rocío aumenta el peso de las ropas ligeras. Cuánto le gustan esas ropas mojadas, frías, en un amante recién llegado, escribe.
Ellos se van, apresurados por llegar a sus aposentos y escribir y enviar la carta ritual, siempre adornada, que las amantes esperan, aún  despiertas, para responder en el momento:
la voluptuosidad desliza por el papel fragante los restos de una escena. 


Eso escribí: el filoso encanto del momento, su fugacidad: la importancia de los objetos en el espacio, la densidad de su materia: maderas, metales, tierras cocidas en el lujo de los esmaltes, las diversas rugosidades del papel, lo liso de la piel, la oposición del bambú y los cristales, el magnífico universo de las sedas, los instrumentos musicales, los teñidos, estampados, tintas, cuenco para las tintas, los pinceles: el contraste de las formas, la maravilla de lo que se curva y las líneas del arco y de la flecha, todo aquello que se ofrece tras la cortina, desde la sombra protegida, el hambre saciada, la función cumplida. 


Eso escribí en los cuadernos que guardo en mi almohada.



Ella elige apoyar su cabeza de larga cabellera, desplegable como ondas sucesivas de negra lava, su cabeza de junco y capulí, en una alfombra de palabras.
  

Dice: “Hay dos cosas en la vida en las que confiar: los placeres de la carne y los de la literatura”. 









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